Bajo mis pies. Cristóbal Dorta

Bajo mis pies. Cristóbal Dorta

 Bajo mis pies de Cristóbal Dorta. Del 15 de febrero al 11 de marzo.

De nuevo contamos en La Cámara con Cristóbal Dorta. La mirada del artista se clava en lo que nadie mira dos veces, dejando de lado la flor contrastadamente bella para fijarse en la que poco a poco va perdiendo su lozanía y transmuta hacia una muerte anunciada. Y es en la mirada, en la que la hoja que antes fue verde alcanza tonos dorados que, más efimeros, resultan tras la contemplación más pausada, enormente evocadores. Bajo las botas del caminante, la naturaleza volviendo a la tierra recupera sus colores como haciéndose a la idea de su inevitable destino y consciente, sin complejos, de que tras su turno de brillo toca ahora una etapa de descomposición y destierro. La Cámara de Cristóbal asiste al adiós sin duelo, apenas refiriendo.

Bajo mis pies es un trabajo que pretende acercar o buscar el retorno de nuestro ser a nuestras raíces y al contacto con la tierra.

Nuestros mayores solían decirnos baja de las nubes y pon los pies en  la tierra.

Hoy más que nunca debemos de poner nuestros pies en el suelo con esmerada atención.

Las nuevas tecnologías, ayudadas por las grandes multinacionales y el marketing nos han llevado a, precisamente, vivir en las nubes. El zen dice «aquí y ahora», en la actualidad se dice «ahora» pero el «aquí» está a 400km.

Es por eso que necesito mostrar con mi cámara lo que piso, el entorno  que me rodea, lo que veo, huelo, siento, esa especie de toma de conciencia hace que me aleje de la parte animal para hacerme buscar la belleza. La existencia está llena de vida y muerte, pero de una misteriosa e incomprensible belleza que siempre me atrapa.

Hace poco oí decir a un fotógrafo que no le gustaba el color, aquello me chocó, porque la vida es luz y color, y es curioso lo del color, porque cuando soñamos y recordamos que lo soñado tenía color, la calidad del sueño es diferente.

«Bajo mis pies” es para mí una oportunidad no sólo para la creatividad, o alimentar mi ego artístico, es también acercarme a mi ser.

En mis comienzos con la meditación,  uno de los ejercicios era dar masajes a nuestros pies, a los dos minutos de empezar nos pararon a todos, nuestras caras reflejaban la aversión de pasar nuestros dedos por la planta de los pies, algo inconsciente nos hacía alejarnos de ellos; hasta que se nos dijo que tomáramos conciencia de que esos pies que maltratábamos nos acercaban a ver una rosa, nos llevaban a lo largo de nuestra vida donde queríamos, en definitiva que teníamos que mimarlos en vez de sentirlos lejos de nosotros.

«Bajo mis pies» es mi pasión por la vida, por la existencia, la muerte, el amor y la amistad.

Cristóbal Dorta

Renovación

Una tranquila y preciosa lámina aguamarina nos esconde la profundidad de la charca que mantiene su entorno, al que proporciona vida en forma de agua. Pocos elementos evocan en tantas culturas los cambios de ciclo, la renovación, la purificación y el inicio o reinicio de algo como el agua. Puede ahogar, pero la vida es impensable sin ella. Está en el comienzo de todo y de ella estamos hechos en mayor medida.­­­ Es energía, fuerza y vitalidad.

El agua rodea y mantiene alejado al que vive en una isla, pero al mismo tiempo también es una forma de ir más allá del horizonte. Es distancia, es camino, es destino.

El azul es el color del mar y de los océanos, que es la quintaesencia del agua. El azul evoca seguridad, confianza, lealtad, dignidad, poder, éxito y serenidad. El verde nos habla del agua en exóticos y soleados mares tropicales, pero también de fríos y sombríos pantanos. El verde es el color de la vida, de la naturaleza, de la renovación, de la relajación y de la armonía. Transmite frescura, pureza, salud y tranquilidad.

El aguamarina funde las sensaciones que producen ambos colores en una sola, pero nos oculta lo que hay debajo de la lámina de agua. Es tanto vida como misterio. Somos agua y en agua nos convertiremos. Conectamos con el agua porque somos agua. Es el alimento de la vida.

Fortaleza

“Fuerte como un roble”, suele decirse. Nada da más seguridad en medio de los elementos de la naturaleza que un árbol. Si cae, es que la tempestad es de proporciones bíblicas y el miedo está justificado. “Hacer leña del árbol caído”, regodearse en las miserias del ser que fue antes, que transmitía tanta confianza y daba tanta envidia cuando todavía era alto y estaba erguido, es una acción baja y rastrera, como el suelo mismo.

El tronco caído habla de lo que fue, del orgulloso árbol que alguna vez hubo, de los pájaros que anidaron en él, de la sombra que dio, de las flores que tuvo y de los frutos que proporcionó. Sus raíces afianzaron la tierra y sus hojas crearon oxígeno que purificó el aire. Es una pena, ya nada de eso es.

Pero el árbol caído también habla de futuro, de expectativas. Del puente improvisado que puede llegar a ser unos metros más allá para salvar el arroyo, de la casa que puede ayudar a construir o de la que podría ser parte si se convierte en viga o en pilar, del fuego que puede alimentar una hoguera improvisada, la primera forma de calor, luz y energía que dominó nuestra especie cuando aún vivía de la tierra, como todas las otras. Cuando vivíamos por y para la tierra. Sobre la tierra.

Muerte

La hoja seca no tuvo consciencia de la vida mientras fue verde. No temió el fatal desenlace que era inevitable, aunque toda ella nació preparada para sortear el final definitivo. Que no tuviera consciencia no significa que no intuyera que su función primordial era vivir; que no se abriera de par en par buscando cada rayo de sol con total devoción y entrega; que no tuviese un arraigado y primitivo instinto de supervivencia, o que no formara parte de la definición más primigenia y real de lo que es y de lo que significa la vida.

Pero ahora está seca. La muerte la venció. A ella. Pero no a lo que permitió su existencia. La planta sigue, previsiblemente, en su sitio. La ¿triste? realidad de la hoja seca es la promesa de nueva vida, de nuevas hojas, de nuevas plantas.

En el fondo no está muerta, solo espera convertirse en vida, de otra forma, de manera muy lenta, pero vida al fin. Espera que otros sepan sacar provecho de su legado, el regalo que dejó a quienes la harán vivir de nuevo. Mientras tanto, regala poesía y belleza a quien se detenga a observarla. No hay un solo desperdicio en su muerte: la naturaleza todo lo aprovecha.

Soledad

En medio de la nada, cerca de ningún sitio. Así están suspendidos los restos de no se sabe muy bien qué y que tampoco interesa. Muchos viven así, rodeados de otros y, al mismo tiempo, desconectados del entorno. La soledad puede ser aislamiento y sordera cuando es tanto voluntaria como definitiva, una forma refinada de egoísmo, una forma de muerte en vida.

Pero la soledad no es mala en sí misma. Temer la soledad es tener miedo a estar de forma íntima con uno mismo, nuestro mejor amigo o enemigo. Por eso es peligrosa la soledad, por eso tantos prefieren sufrir y padecer la eternidad en el grupo antes que arriesgarse a estar o quedarse solos un pequeño instante. “Mejor solo que mal acompañado” suscriben quienes se rebelan al borreguismo, al pensamiento único, a la moda de dejar que otros decidan y admiten con valentía el miedo que sienten al vivir en estos tiempos, que siempre son más complicados que los ya pasados.

La soledad obliga a reflexionar, a examinar, a descartar, a elegir y a madurar. Y proporciona la distancia necesaria para contemplar toda la belleza que no puede admirarse en medio de la multitud. Así posa no se sabe qué al objetivo de la cámara. Bendita seas, soledad.

Autenticidad

¿Y tú qué miras? Si pudiera hablar, es lo que diría. Es auténtico, es independiente, es belleza en estado puro. Quizás no siga los patrones comunes de lo que define la belleza, pero conmueve, inspira, atrae, fascina.

La clave de la autenticidad radica en la seguridad. No hay originalidad en la aprobación del grupo, en brindar la enésima versión de lo mismo ni en los convencionalismos establecidos.

Es atrevido, es arriesgado, es rompedor. Nos dice que se puede ser así y que está bien ser así. Que ese es el camino a lo hermoso, a lo imperecedero, a lo valioso. Hasta que no lo vimos, pensamos que era imposible.

Lo auténtico también es raro, difícil de lidiar, duro de entender, imposible de olvidar. No se parece a nada ni nadie más. Quizás sea un detalle apenas en el paisaje, algo que apenas sobresale del suelo, un rincón de nada en la vastedad del espacio abierto. ¡Pero qué huella deja! Ya quisieran tantos gigantes para sí mismos la atención que despierta un ser, aunque sea diminuto, por el solo hecho de ser auténtico.

Carlos Acosta

Carlos Acosta es periodista del diario EL Día